Cuando Ebenezer Scrooge volvió a abrir los ojos, se percató de que ya era de día. Comprobó en el móvil que ya eran las diez, y alguien estaba llamando a la puerta de su cuarto. Era su madre Miracle. De un salto salió de la cama a abrir la puerta, y ante sorpresa de ella, le abrazó fuertemente, pidiendo disculpas por lo ocurrido anoche. Victor Scrooge le escuchó y también entonó el mea culpa por cómo se propasó. En medio de esta cálida reconciliación, el joven recordó algo, y tan pronto terminó el abrazo, se vistió con prestura, y en coche se acercó a una gasolinera para comprar un ramo de rosas. Su próximo destino era el cementerio municipal, y con un gesto de profunda reverencia, depositó el ramo de rosas agradeciendo a sus difuntos abuelo y can la “visita” que le hicieron.
Nada más entrar de nuevo en casa, el joven Ebenezer pudo escuchar un vocerío que provenía de la cocina: la comida de Navidad estaba preparandose y los fogones funcionaban a pleno rendimiento. Salió a recibirle su abuela Josephine, que vino antes de la comida familiar para echar una mano, y sin mediar palabra, Scrooge le dió un abrazo como el que hace tiempo no le daba, agradeciendole todo lo que hacía por ellos. Tras ello, en aquella cacofonía de ollas silbando, sartenes friendo y el extractor de humos funcionando, Ebenezer reconoció una voz, así que fue siguiéndola hasta encontrarse a su hermana Marvel, y en un tierno abrazo le susurró “yo también te quiero”.
La comida fue de lo más placentera, propia de un banquete real, y una sobremesa posterior de lo más divertida. Se repartieron numerosos regalos, y entre ellos algunos para Ebenezer, quien quiso disculparse por no tener ninguno para repartir. Sin embargo, imitando a un orador, expresó que su mayor regalo eran quienes formaban su familia. Después de todo, dejar de lado su egoísmo para compartir felicidad no era más que la “excusa perfecta” para disfrutar de la Navidad.
Aritz Irazusta Berasategui
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